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TIEMPO DE ANHELOS

Butan

Los rayos de sol se derramaban sobre la masa arbórea que cubría las altas montañas y en el azul del cielo se reflejaba la belleza salvaje de aquel paraje. Yashia Pan-enarka se recostaba sobre su silla de nogal y con sus delicadas manos se afanaba en fabricar utensilios de mimbre que luego su abuelo vendería por las aldeas de los alrededores.

La mirada de Yashia escondía la nostalgia de una despedida que se marcaría imborrable en su alma. Cuando sus ojos escrutaban el horizonte, rebuscaban incansables el anhelo de un regreso que el paso del tiempo tornaba en algo que parecía imposible. Fue aquella primavera, seis años atrás, cuando Phulom Shang partió hacia Thimbu para comenzar los estudios de Medicina y así dar continuidad a la estirpe de curanderos que pasaba de generación en generación en su familia. Las promesas de amor y las epístolas, se fueron diluyendo con el paso de las estaciones, pero el recuerdo permaneció vivo en el corazón de Yashia.

La figura enjuta de Falue Pan-enarka, empujaba la destartalada carretilla por las lindes que marcaba el abrupto sendero. La jornada había sido escasa en ventas y las alforjas que portaba a la espalda, venían repletas de cachivaches.
- ¿No fue bien el día abuelo? - preguntó Yashia con el gesto arrugado.
Como respuesta él devolvió una sonrisa, la cogió con delicadeza en brazos y la posó con ternura en la carretilla.
Las casas de madera serpenteaban en la escarpada orografía y por las estrechas callejuelas correteaban descalzos los niños, libres de las preocupaciones que asediaban a sus padres. La tranquilidad que reinaba cotidianamente se vió alterada por los preparativos de boda de Calesha Shiun-wa, amiga inseparable de Yashia. La joven Yashia luchaba contra un sentimiento que la atormentaba: los celos que surgían al ver a su amiga feliz, que contrastaba con una melancolía crónica que había anidado en su corazón.
Algunas noches después de meditar junto a su abuelo al pie del fuego, se quedaba dormida mientras los últimos recoldos se apagaban. La pesadilla se repetía una y otra vez, ese trágico momento en que galopaba sobre los lomos de su yegua blanca y en una revuelta del camino cayó y se truncó para siempre la movilidad de sus piernas. Luego, sin saber como, aparecía en su camastro y la protección de las mantas la reconfortaba.

Así las primaveras dieron el relevo a los cálidos veranos que traían de la mano a los tristes otoños que luego presentaban con los primeros copos los rudos inviernos y la rueda de la existencia no paraba de girar. Todas las mañanas, Yhasia se sentaba al borde de la misma roca desde donde se podía divisar el valle y la armonía de sus manos, elaboraban incansables, hermosas piezas.
Una mañana en la que las hojas comenzaban a deslizarse de los árboles, dos extranjeros pasaron galopando con sus caballos rumbo a la aldea. El corazón de Yashia se sobresaltó sin saber muy bien el porqué y esa inquietud permaneció durante el resto del día hasta que regresó al cálido hogar.
Yashia y su abuelo cenaban sopa de arroz y una hogaza de pan con tocino, entonces unos fuertes golpes en la puerta, alteraron el silencio de la noche. El anciano se levantó con parsimonia y con el ceremonial que vestía todas sus acciones, se dispuso a abrir. En el umbral , un fornido hombre que vestía un elegante vestido, se inclinaba y mostraba sus respetos al viejo.
- La paz sea contigo venerable Falue Pan-enarka - dijo el extraño.
- ¿Eres tú, Phulom? - preguntó el anciano con los ojos entornados.
- Si soy yo. ¿Dónde está su nieta?.
El viejo señaló hacia el fuego y Phulom atravesó la estancia. Yashia comenzó a llorar convulsivamente y gritó que no quería verlo, entonces Phulom acarició su cara y rozó sus delicados dedos con mucha suavidad. Detrás, la puerta se entornó tras la salida del viejo Falue. Phulom posó sus labios en los de Yashia y los momentos de añoranza y sueños de amor de la larga espera se vertieron en aquel mágico instante y el tiempo pareció detenerse.
- Te prometí que volvería y así lo hice - dijo él.
- ¿Pero estoy tullida?. Debes buscar a alguien que pueda hacerte feliz - dijo Yashia con los ojos bañados en lágrimas.
- Yo sólo te quiero a ti . - Y sus cuerpos se fundieron en un abrazo.

El rio de la vida siguió su cauce y con las primeras flores de la primavera, llegaron los sollozos del pequeño Thulang-key y en aquella aldea remota de Butan, Yashia supo que la existencia, a pesar de todo, era maravillosa y todos los días daba gracias a Buda, por ayudarla a no perder la fe.

Javi López Vaquero

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